Según el discurso jurídico, el derecho de familia, como parte del derecho civil, resuelve conflictos sin aplicar sanciones de carácter punitivo; es decir que, frente a los conflictos de ese orden, contempla respuestas no tan graves como las penas.

Sin embargo, es moneda corriente la aplicación de medidas de notoria gravedad, como es el caso de la exclusión del hogar, la prohibición de acercarse a cierto domicilio o, directamente, la prohibición de ver a los hijos menores de edad o de vivir con ellos.

No hay duda de que ser expulsado de la vivienda en la que una persona reside, no acercarse al domicilio de un ser querido o bien no ver a sus propios hijos o padres o no vivir con ellos (para tomar sólo las tres medidas mencionadas) son respuestas de extrema gravedad, que producen perjuicios personales y sociales irreparables de suma importancia.

En el ámbito del derecho penal se aplican, por cierto, sanciones lesivas en extremo, como es el caso del encierro en una cárcel. Pero también se contempla (entre otras alternativas) la posibilidad de condena a prisión en forma condicional (o en suspenso), implicando ello que el condenado no es encerrado efectivamente en una cárcel sino que queda libre pero sometido a prueba durante un plazo, de modo tal que, si cumple con ciertas condiciones durante ese tiempo, ya no podrá ser encerrado nunca a ejecutar esa pena de prisión.

Esa última respuesta estatal frente a la comisión de un delito penal (si bien puede dar lugar al encarcelamiento si el condenado no cumple con las condiciones impuestas) en muchos casos no tiene, sin embargo, la gravedad o el nivel de dramatismo que sí poseen las medidas del derecho de familia que aquí se mencionan.

No son pocos los que preferirían ser condenados a prisión en suspenso en lugar de ser echados de sus viviendas, de ser impedidos de acercarse al domicilio de un ser querido o de ver imposibilitado el contacto con sus pequeños hijos o, incluso, de no poder ver a sus propios padres o no poder vivir con ellos.

Con esto debe quedar bien claro que lo que muchas veces se hace como «medida cautelar» (por ejemplo, para evitar un grave daño a una mujer, a un hombre o a un niño) tiene un contenido de castigo de considerable gravedad, que incluso tiene vocación de afectar los derechos de las propias personas a las que se intenta proteger. Es así que una mujer puede querer ver a quien denunció, del mismo modo que un hombre puede tener legítimo interés en contactarse con la mujer denunciada o, lo que suele ser peor, un hijo puede ver afectados sus derechos fundamentales a mantener el contacto con su padre o madre o a vivir con ellos (es decir: pueden estar en juego los derechos de los niños a vivir con sus padres o con sus seres queridos y a no ser institucionalizados en los llamados «hogares»).

La situación que aquí se menciona debe llamar a la reflexión acerca de la necesidad de imponer estas severas medidas sólo en casos excepcionales, en el marco de un debido proceso (oral y contradictorio), con cabal respeto del derecho de defensa de cada una de las partes (que deben poder controlar y refutar todo aquello que los pueda perjudicar) y con firmes exigencias de prueba que funden su imposición.

Las llamadas «medidas cautelares» (que suelen ser muy útiles para evitar daños mayores) no pueden convertirse en sanciones reales, ya sea por disponerse sin prueba suficiente (porque alguien diga simplemente que otro es violento), sin el debido control de partes (no permitiéndoles contradecir las razones que se invocan para su dictado) o bien por extenderse en el tiempo (impidiendo verse padres e hijos por meses o años, consolidándose de esa forma violaciones a derechos humanos de hijos, madres o padres o de todos ellos en conjunto -cfr. Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso Fornerón e hija vs. Argentina, sentencia del 27 de abril de 2012-). La situación es peor si se lo hace sin control alguno de la existencia o mantenimiento de las razones que dieron lugar a su imposición.

En suma, medidas cautelares sí, pero excepcionalmente para casos graves y siempre que se acuerde a todas las partes la posibilidad real de contradecir a la otra, en audiencias orales en las que se valoren los intereses de todos, no debiendo ordenárselas si no existe prueba suficiente que las avale y tampoco por tiempo indefinido y sin los debidos controles periódicos de su justificación.

Hace falta, entonces, cumplir con esos requisitos mínimos (entre otros) para ordenar estas medidas provisorias sin que se eternicen como formas de violación de los derechos humanos y, obviamente, deben requerirse los mayores recaudos probatorios para adoptar decisiones definitivas, para así evitar las injusticias propias de esas tremendas penas del derecho de familia.

GUSTAVO L. VITALE

Defensor oficial y docente de la UNC

 

 

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