Robledo Puch quisiera ser otro. No el que es ahora, el que fue siempre. El ángel maldito. A veces desearía poder olvidarse de sí mismo: salirse de su cuerpo y de su alma. Nacer de nuevo y vivir como uno más. Comprendió, en el inicio de su vejez, lo que no supo de joven; el destino inevitable que le espera a todo asesino: ser su propio verdugo. A los 60 años, se acostumbró a no ser querido por nadie, a apagarse –día a día– como sus delirios: ya no sueña con suceder a Perón ni con volver a subirse a una moto. Su dolor no cabe en la pequeña celda que ocupa en la cárcel de Sierra Chica. En una de sus recientes crisis nerviosas, Carlos Eduardo Robledo Puch le confesó a su abogado Carlos Villada, defensor oficial de San Isidro, que quería exiliarse: «Quiero irme a un lugar donde no sea Robledo Puch. Quiero ser olvidado.»

En otro momento, esa frase no hubiese sido más que una utopía. Nadie quería estar cerca del llamado Ángel Negro, que entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972 mató a once personas por la espalda o mientras dormían. Está preso desde entonces. Pero no todo está perdido para Robledo: un empresario le propuso radicarse en Paraguay el día que logre su ansiada libertad. «Es uno de los capos de la cadena ABC de Paraguay, el multimedios que tiene diario, radio y televisión. Era amigo de sus padres, que en un tiempo vivieron en ese país», dijo a Tiempo Argentino una fuente judicial. No trascendió la identidad del hombre que está dispuesto a darle alojamiento al asesino civil más famoso de la Argentina. Tiempo se comunicó con el área de relaciones institucionales de ABC y con tres periodistas, pero la respuesta fue la misma: dijeron no saber nada del tema.
Su posible exilio no es una fantasía de Robledo. «Vivir en un país limítrofe es una posibilidad concreta si le dan la libertad. Por otro lado, él tiene en Buenos Aires una casa y un terreno (en Villa Adelina y Don Torcuato)», confirmó Villada a este diario.
La otra opción que propone Robledo es imposible: que le den una inyección letal. Su pedido, más simbólico que real, parece inspirado en La canción del verdugo, de Norman Mailer, que cuenta la historia de Gary Gilmore, el psicópata asesino que rogaba que lo ejecutaran en el corredor de la muerte. Ese es uno de los libros que le regalé. Conocí a Robledo el 18 de julio de 2008. Durante un año fui su única visita, tuve ocho encuentros con él en la cárcel y recibí 45 cartas.                                                       «Pensé que eras un impostor o un sicario contratado para eliminarme a sangre fría. Estás destinado a ser la persona que más conoce a Robledo Puch. De ahora en más voy a considerarte un amigo para toda la vida», me dijo sobre el final de la primera charla. Cuando publiqué El ángel negro, su biografía, se enojó. «Si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle a Palacios tres cuetazos en la nuca», le dijo en 2010 a Julián Zalloechevarría, condenado por el robo al Banco Río de Acassuso, cuando se lo cruzó en el patio del penal. Hace tres días, cuando su abogado le dijo que había estado conmigo en un estudio de tevé, le soltó: «Mejor no me hablés de ese.»
Un guardiacárcel que lo trató, y que ahora trabaja en una cárcel de Florencio Varela, me contó que el día que salió el libro, Robledo se escondió en un entretecho con una lata de atún y una cebolla. Lo delataron los maullidos de su querida gata Kuki, su única compañía.
En los 41 años y diez meses que lleva detenido, Robledo Puch aniquiló todo lo que tenía a su alrededor. Su padre Víctor lo odiaba y se sentía otra víctima. Su madre Aída intentó suicidarse. Sus primos y tíos se cambiaron el apellido. Hasta el cura del penal, Pedro Oliver, le dijo que caminar a su lado era como estar con la reencarnación de Satanás. Un abogado particular lo abandonó a mitad de camino. En todo este tiempo, Robledo atrajo la atención del periodismo, de unos pocos psicólogos que intentaron, en vano, analizarlo. Y de unas pocas personas que le escribieron y hasta le propusieron visitarlo, quizá fascinadas por la leyenda negra.
En octubre, la Sala I de la Cámara de Apelaciones y Garantías de San Isidro, integrada por los camaristas Ernesto García Maañón, Oscar Quintana y el secretario del tribunal Bernardo Hermida Lozano, consideró que Robledo no reúne los requisitos para acceder a la libertad condicional. Pese a todo, Villada insiste en pedir la libertad por agotamiento de pena. Los jueces argumentan que Robledo no se preocupó por estudiar o aprender un oficio. La decisión judicial no deja de ser polémica, porque en otros casos no se toma en cuenta la falta de estudios y de un oficio a la hora de negar la libertad de un preso. ¿Puede exigir la justicia lo que en todos estos años el sistema carcelario no le ofreció? De hecho en Sierra Chica, donde Robledo vivió el célebre motín de Semana Santa, no hay posibilidad de estudiar. En cuatro años es la cuarta vez que la justicia le niega la libertad. «Mientras estemos nosotros, nunca le daremos la libertad», confesó uno de los camaristas. Recuerdan la frase atribuida a Robledo el día que lo condenaron a perpetua, en 1980: «Esto fue un circo romano, algún día voy a salir y los voy a matar a todos.»
Entre los que creen que Robledo está en condiciones de salir se encuentra el ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Eugenio Raúl Zaffaroni. «Nadie puede sufrir una pena realmente perpetua en la Argentina. La perpetua es susceptible de libertad condicional.»
Es el argentino que más años lleva preso. Hasta Arquímedes Puccio, el siniestro líder del clan que secuestraba y matara empresarios, salió en libertad hace cuatro años pese a que tenía la misma condena que Robledo: reclusión perpetua por tiempo indeterminado, que fue declarada anticonstitucional.
En los últimos dos años ocurrió algo impensado. Robledo recibió tres propuestas en el caso de que saliera de la cárcel. El dueño de un campo de Azul le ofreció custodiar sus tierras, un hombre le dijo que le gustaría que fuera sereno de un negocio de Tigre y una mujer de unos 30 años le ofreció su casa en Tandil. Recuerdo el día que le pregunté qué pensaba hacer el día que recuperara la libertad: «Rodolfito –me dijo con su voz aflautada–, me voy a vivir con vos. Me tirás un colchoncito. Yo no ronco.»
Pensé que me iba a encontrar con el monstruo desalmado que iba a atacarme. «Es incapaz de sentir piedad», concluyó hasta el perito que contrataron sus padres para defenderlo. Pero me sorprendió la tarde en que Robledo me habló de los recuerdos de su infancia. «Nunca olvidaré el día en que mi padre me enseñó a remontar un barrilete», me dijo, y luego se puso a llorar. Su tristeza y melancolía desbordaban de su cuerpo pequeño. Cualquiera podría empujar a Robledo y lastimarlo. Lo que genera temor es su leyenda negra: que haya matado a sangre fría, aunque ahora sea como un muerto en vida que, como dice él, muere todos los días un poco.
En las charlas que tuvimos hablaba de su sueño de suceder a Perón («haré un llamamiento a los jóvenes»), de sus deseos de custodiar Buenos Aires con una jauría de rottweilers, de la carta que le mandó a Galtieri para ofrecerse como soldado en Malvinas, de su proyecto para que la Policía Federal persiga a los delincuentes con un batimóvil. Para su cumpleaños le regalé una camiseta de River, club de sus amores, y solía llevarle libros de ficción y de historia. Desde La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez («El mejor regalo que me hicieron en mi vida», me agradeció), hasta A sangre fría, de Truman Capote, y La Comunidad organizada, de Perón. Él me regaló casetes con música de Los redonditos de Ricota (es fanático del Indio Solari y se rapa como él), un matambre que tuve que regalar y cuatro dibujos infantiles que muestran su costado más humano.
No volví a ser el mismo después de conocer a Robledo. Es imposible atravesar una oscuridad sin salir oscurecido. Penetrar infiernos ajenos sin construir el infierno propio. Había algo en su mirada que intoxicaba: le pasó a otras personas que tuvieron trato con él, incluso el forense Osvaldo Raffo, que lo examinó, quedaba sumido en un estado extraño, viscoso y sombrío.
A veces siento que su mirada me sigue, como cuando me iba de la cárcel y él se quedaba. Me daba vuelta y seguía mirándome: sus ojos celestes se clavaban en mi espalda. Recuerdo sus palabras en el último encuentro: «Te compadezco, Rodolfito. Allá afuera es un infierno.»
Nos dimos un abrazo. En ese momento ignoraba que nunca más volvería a verlo.
Tengo esa imagen grabada en la cabeza. Yo caminando hacia la salida, oscurecido de ver tanto abismo, y él saludando con la mano desde lejos. Ese día, Robledo se quedó en su infierno, como siempre. Y yo volví al mío. «

Vida y obra del ángel de la muerte

Infancia: nació el 19 de enero de 1952 en Capital Federal. A los 18 años comenzó a robar en Vicente López, San Isidro y Villa Adelina.
Delitos: entre el 15 de marzo de 1971 y el 1 de febrero de 1972 mató a balazos a 11 personas.
Detención: lo detuvieron el 3 de febrero por el doble crimen que cometió en la ferretería Masseiro hermanos.
Modus operandi: actuaba con dos cómplices: Jorge Ibáñez, muerto en un extraño accidente de autos cuando viajaba con Robledo, y Héctor Somoza, asesinado por Robledo y desfigurado con un soplete en el último robo.
Torturado: confesó luego de ser torturado en la Comisaría 1ª de Tigre, que en la dictadura fue centro clandestino de detención.
Condena: el 27 de noviembre de 1980 fue condenado a reclusión perpetua por la justicia de San Isidro por ser autor de diez homicidios agravados, un homicidio simple, 17 robos y dos casos de abuso deshonesto.
En octubre de este año, La Sala I de la Cámara de Apelaciones y Garantías de San Isidro le negó la libertad. Robledo pidió que le den una inyección letal.

«Veo la luna desde mi celda»

Escribir en la Remington me hace sentir vivo. Sigo con mi objetivo casi suicida de salir en libertad, y ahora no cejo en esto, porque es necesario que yo me instale en mi «puerta de hierro» (en mi «Quinta 17 de Octubre») para dedicarme a escribir tranquilo. Ya estoy averiguando un lugar por aquí cerca, en Olavarría, en Sierra Chica, en Hinojo Sierras Bayas, o Tapalquén. Todo pertenece a Olavarría. Hoy me hablaron de una chacra, cerca de Hinojo, que es del suegro de un hermano de un guardia. Voy a escribir mi libro estando en libertad. Por otro lado, no tengo tiempo para nada. Las horas apenas si me alcanzan para sobrevivir. La vida es difícil. Pero no lo será para mí, ya que yo pasaré directamente a cuarteles de invierno. Sí, quiero andar en bicicleta; a caballo, correr; ir a pescar, o nadar, o remar. Cosas que quise hacer para disfrutar un poco de la vida al aire libre. Yo siempre he sido así. Igual que mi madre lo era. La comodidad y el lujo o el «tener de todo» no es la LIBERTAD. Tampoco me dedicaría al «chateo» al «chat» o a chatear por PC; en la calle, porque prefiero reunirme con un amigo que es lo mejor que la vida tiene para ofrecer. Eso decía mi viejo y tenía razón. Y yo no escribo una carta porque sea anticuado. Lo hago porque el escribir es un rasgo muy humano (el de la comunicación civilizada). Sí, veo la luna desde mi celda, a veces (pero hace años que no miro por la ventana, porque no quiero hacerlo). Es muy nostálgico eso de ver un cielo estrellado. Lindo sería dormir al sereno, bajo el enorme e infinito manto del firmamento y respirando aire puro. Eso sí que sería lindo contemplar a la luna y a las estrellas debe ser algo hermoso. Algo que solía hacer, desde chico. Y un día mío lo imagino hiperactivo.
*Carta del 4 de noviembre de 2008 enviada por Robledo Puch al autor.