s reformas orientadas a la construcción de sistemas de responsabilización penal de ciudadanos menores de edad asienta uno de sus argumentos centrales en la necesidad de asegurar las debidas garantías de que, ante las evidencias de un hecho delictivo, el Poder Judicial no usará discrecionalmente su fuerza en perjuicio del sospechado. Estas garantías procuran fundamentalmente asegurar juicios justos, concepto que remite a la necesidad de debate entre las partes: el fiscal acusa (formula una tesis) y el defensor se opone a dicha acusación (antítesis). El juez, por su parte, sigue este debate y dicta sentencia (síntesis). Y en algunos sistemas se suma la figura del querellante. Aunque explicado esquemáticamente, éste es el escenario judicial que en general se busca para favorecer la discusión que achique el riesgo de arbitrariedad en las decisiones.

Ahora bien: distintos Estados ya han recorrido este camino (la propia provincia de Santa Fe tiene en vigencia su mejorable versión). Pero nos centraremos aquí en un aspecto de la experiencia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, según la importante investigación de la socióloga Guemureman, de la Universidad de Buenos Aires (La cartografía moral de las prácticas judiciales en los Tribunales de Menores, Ediciones Del Puerto, 2011). Aunque no representativa de todo el país, estamos ante una experiencia significativa referida al juicio abreviado previsto por la legislación porteña. Al respecto y asentándose en referencias estrictamente empíricas, Guemureman sostiene que “efectivamente, dos de cada tres causas se resuelven de este modo” (p. 241). Así tenemos, en primer lugar, que sólo en el 33% de los casos se aplica aquel debate ubicado como fundamento central de la responsabilización penal.

El segundo aspecto se desprende de la siguiente transcripción de una entrevista: “J6: Le digo, contame cómo cometiste el primer hecho. Y el flaco salta y me dice: ‘No, yo no cometí el primer hecho’. ‘Pero cómo, acá dice que vos te hacés cargo de que vos cometiste este hecho’. ‘Sí, pero el abogado me dijo que dentro del paquete me convenía la pena que me habían pedido, y que entonces me hiciera cargo, total la pena me convenía y ya quedaba en libertad y a otra cosa’. Entonces le digo ‘pero ¿vos cometiste este hecho?’. ‘No, yo ahí no estaba’. El segundo decía que lo había hecho. El farmacéutico dijo: ‘Este chico es el que me afanó a principios de mes’. Con el juicio abreviado él aceptaba que lo que el farmacéutico decía era verdad…” (p. 242). Guemureman explica que “es evidente que la ecuación económica de eficiencia judicial juega un papel destacado en la adopción de este instituto” (el juicio abreviado), lo que conlleva “el riesgo de que muchas veces los abogados defensores -sobre todo particulares- recomienden la aceptación del acuerdo en términos de conveniencia, soslayando la cuestión de la responsabilidad del joven en cuestión” (p. 242).

Ahora bien: ¿cuál es la indicación ética de que el Estado dirige al joven? ¿Y cómo catalogar esta supuesta eficiencia soecioeducativa del Estado? El asunto no es accesorio pues no es tan fácil, en la lógica penal cada vez más atravesada por vahos de eficiencia empresarial, suprimir los abreviados. Es muy difícil reconstituir la legitimidad de la intervenciones judiciales relativizando tanto lo verdadero como lo falso. Que los sistemas sean estadísticamente defendibles no significa que sean éticamente sustentables. Al respecto cabe releer el libro de Estadística más vendido en la segunda mitad del siglo XX: How to lie with statistics (Cómo mentir con estadísticas), del norteamericano Darell Huff.

¿Es ético buscar eficiencia sacrificando la ética? ¿Pueden resultar socioeducativos estos procedimientos? ¿Y cabe imitar esta senda? ¿O convienen los caminos alternativos?

 

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