La presentación de un anteproyecto de reforma al Código Penal ha puesto de manifiesto que la democracia argentina tiene serios problemas para procesar sus discusiones públicas. El agravio y la chicana suplantan al debate responsable y a la reflexión crítica. El cortoplacismo obtura la posibilidad de discutir políticas públicas de largo plazo: quienes permanentemente las reclaman se encargan de impedirlas con renovada demagogia coyuntural y electoralista.

Las cuestiones que son complejas no pueden tener respuestas sencillas, y menos, en temas como los de la justicia y la seguridad que no se resuelven por un sí o por un no, por bajar o subir unos años las penas de un delito.

La justicia es un ideal reivindicado por las sociedades y por las personas de carne y hueso. Pero la «justicia» reclamada no es entendida por el conjunto de igual manera. ¿Todos queremos decir lo mismo cuando pedimos «justicia»?. Creemos que no: Depende de muchos factores, entre otros, del lugar desde donde cada uno se ubica o se encuentra, para dar esa respuesta.

Para explicar esto, pondremos el conocido ejemplo del Premio Nobel de Economía, Amartya Sen sobre la fábula de la flauta y las tres niñas, rescatado de su libro «La idea de justicia». Hay tres niñas y una flauta de madera. Las tres reclaman la flauta. Una niña dice «Yo soy la única que sabe tocar la flauta, sólo yo puedo disfrutar de ella: las otras dos niñas no podrán obtener nada de ella». La segunda chica, reconoce: «Yo no tengo dinero, soy pobre y no tengo juguetes, la flauta sería mi primer juguete y mis compañeras tienen ya muchos juguetes». Por fin, la última niña, nos aclara: «Disculpen, yo he construido la flauta, por tanto es mía y aunque tengo muchas flautas y muchas cosas, la flauta es mía y la quiero para mí». ¿A quien le damos la flauta para hacer «justicia»?. Cualquier respuesta aparece avalada con un fundamento de «justicia»: Dependerá de la visión de cada uno tenga de ella. Dicho más rigurosamente: dependerá de la teoría de la justicia, de la política y de la ideología que invoque cada uno. El filósofo Sen responderá más o menos así: Si somos comunitarios, solidarios y creemos en la igualdad, la flauta deberíamos dársela a la niña pobre que no tiene juguetes: Si las demás niñas ricas tienen muchos juguetes es justo distribuir esa riqueza de forma que las tres niñas puedan jugar. Si somos utilitaristas creeríamos que el uso y disfrute le correspondería a la niña que sabe tocar la flauta ya que la finalidad de la flauta es permitir crear música y sólo ella puede hacerlo. Por fin, si somos liberales y sostenemos la propiedad, creeremos en el derecho de la niña que fabricó la flauta, por lo que lo más justo es devolver la flauta a quien la hizo e invirtió en ella.

Este ejemplo demuestra para todos los casos en que está en juego el valor justicia, que los actores de una sociedad (ejemplo, una víctima, el político, el juez) pueden tener visiones muy diferentes sobre cómo deben resolverse con «justicia» dilemas como el aquí planteado. También demuestra que todo juicio está condicionado ﷓voluntaria o involuntariamente﷓ al paradigma de justicia en el que creemos o el que nos influye. Dicho de otra forma y referido a los actores políticos que participan del debate sobre «la justicia» y la «pena»: En cada una de sus opiniones y en cada una de las opciones que eligen, subyacen determinadas concepciones ideológicas y políticas. No hay neutralidad en las respuestas sobre qué política criminal debe adoptarse para una sociedad.

Por eso, para que alcancemos un proceso deliberativo amplio y democrático, el anteproyecto de reforma penal -que no sabemos si alguna vez será proyecto y que no analizamos puntualmente en este lugar﷓ además de ser criticado por cierta oposición en alguna de sus aristas más polémicas, necesita de propuestas alternativas que expliciten qué política criminal pretende cada uno. El debate requiere de una profunda discusión de ideas y proyectos que enriquezcan la controversia y no una disputa de slogans y frases hechas más o menos efectistas que solo consiguen empobrecer y distorsionar el diálogo democrático.

Nos parece por ello que es insuficiente e inconducente una consulta popular sobre este tema, más allá de los posibles cuestionamientos constitucionales: 1) porque vuelve a la carga con la confrontación entre democracia formal -o principio mayoritario- y democracia sustancial. La política criminal de un estado, más allá del sustrato ideológico que la sostenga, no admite chance alguna de desconocer el conglomerado de derechos y garantías que gozan de máxima jerarquía jurídica y son el resultado de inconmensurables luchas históricas. Y 2) porque no se es serio -ni democrático- proponer interrogar sobre una reforma a un código con cientos de artículos para que -cual discurso policial- el pueblo solo pueda responder: «Afirmativo» o «negativo». Como sostiene Santiago Mollis, una consulta popular que busca una respuesta de «si» o «no» desconoce los matices que esta modificación implica, limita las posibilidades de disenso y debate de cláusulas particulares y representa un tipo de participación muy distante y poco activa. Debemos apuntar a mucho más que a una simple consulta popular: la participación debe girar en torno a debates y foros donde se escuchen todas las opiniones, con información clara y precisa, con responsabilidad y con vocación de resolver problemas, no de ganar elecciones, respetando a los ciudadanos, entendiendo que todos somos parte de una misma sociedad y como tal que tenemos el derecho a participar activamente en el diseño de nuestras propias normas.

Por fin, previniendo los atributos más simbólicos que reales sobre el papel del Derecho Penal para mitigar la inseguridad ciudadana digamos que éste es puesto en marcha en el preciso momento en que ya resulta tardío: entra en escena cuando queda poco por hacer, y allí ingresa dispuesto a castigar, a accionar un mecanismo del cual la sociedad espera un único final infeliz: la cárcel. Es tiempo de desplazar del imaginario que la efectividad de la solución es proporcional a la intensidad del castigo, es hora de que la reflexión abandone la satisfacción de ánimos inmediatistas y despliegue el suficiente largoplacismo para penetrar en el origen del inconveniente. El discurso médico históricamente ha sostenido que el criminal es un enfermo, y ello justifica la máxima dureza represiva. Pero, si atendemos a la versión hebrea de la voz «enfermo» ella significa «sin proyecto», y quizás allí esté la respuesta que tantos dicen buscar pero se resisten a encontrar. Quien vive enfermo del sistema, desatendido por la historia, excluido de las elocuencias discursivas, desanda su vida con enorme inmunodeficiencia a la epidemia del castigo estereotipado. La valentía política no reside en construir la confusión ficcionando resoluciones a través de guiños demagógicos, el verdadero desafío está en que los ojos de la justicia permanezcan ciegos en pos de su independencia, pero bien precisos para identificar las razones más sensibles que hacen del delito una omnipresencia social.

*Doctor en Derecho. Docente e Investigador. Facultad de Derecho UNR.

 

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