Necesitamos una legislación progresista… que quite a la prostitución la apariencia de un comercio inmoral”. La frase la escribió en 1904 en una carta dirigida al por entonces intendente de Rosario, Luis Lamas, el director de la desaparecida Asistencia Pública de la ciudad, Isidro Quiroga. Ciento seis años después, y bajo el gobierno de Hermes Binner, se sancionó una ley que despenalizó la prostitución en suelo santafesino. “Era hora de que la sociedad pudiera diferenciar lo clandestino y delictivo de lo prejuicioso”, dijeron ese día las meretrices que habían impulsado una larga lucha para lograr esa legislación que se exigía desde principios del siglo XX.

Hace 15 días en Rosario se prohibió la habilitación de cabarets y whiskerías en lo que se destacó como “un cambio cultural” y una cruzada contra la trata de personas y el proxenetismo. En el medio quedó un grupo de prostitutas que fue al Concejo a buscar respaldo a su idea de formar una cooperativa para seguir ejerciendo esa profesión.

Precisamente en esa palabra se argumenta la falta de respuesta que tuvieron en el Palacio Vasallo. “La prostitución no es una profesión, por eso no se pueden conformar como cooperativa”, esgrimieron algunos concejales.

No las atendieron. Ellas contaron que ahora alquilan departamentos donde ofrecen servicios sexuales. Antes, en los cabarets la Municipalidad tenía un registro de estas mujeres, conocía perfectamente su estado de salud y sus historias de vida. Ahora pueblan los más de 1.500 privados en los que se ofrece sexo en Rosario. Muchos son regenteados por proxenetas. Seguramente alguien se lleva su cuota mensual por permitir esas prácticas y alguna caja negra comenzó a engrosarse tras la flamante ordenanza municipal.

El debate abierto sobre si estas mujeres tienen derecho o no a asumirse como prostitutas y trabajar como tales, nunca se dio. Quedo en el debe. Abundaron los discursos sobre historias descarnadas y de sometimientos, que son ciertos y lacerantes. También son ciertas las voces de estas meretrices que no fueron escuchadas. Lo imperioso fue cerrar las whiskerías y cabarets.

Fue en esos sitios donde encontró fama Rita La Salvaje, la mujer que hacía delirar a la platea en un viejo cabaret de Pichincha y que en 2008 fue homenajeada por concejales de la ciudad, que le gestionaron una pensión. Años después Coki Debernadi popularizó otra historia, la de Fiona Laim. “Baila, baila, baila, que hace frío allá afuera, y a las cuatro se pone en pedo y se olvida de los dos únicos hombres que en verdad amó”, cantó al plasmar la descarnada historia de otra prostituta.

Pero la prostitución nunca tuvo buena prensa. Y así llegó la involución. Ahora se invisibilizan estas prácticas. Se obliga a estas mujeres a mantenerse en la clandestinidad. Y ese juego clandestino siempre es negocio para los que se mueven al margen de la ley.

Se lo dijo claro a La Capital la semana pasada Claudia Carranza, una dirigente de las meretrices de Paraná, ciudad donde en 2011 también se prohibieron las whiskerías. “Todos esos cierres han incrementado mucho más la clandestinidad y la invisibilidad de las compañeras, vulnerando su derecho al trabajo”, sentenció. Habrá que ver qué sucede en Rosario, donde la palabra cabaret o whiskería parece ser sinónimo de lo oculto o prohibido. Y si hay algo oculto y prohibido ahora es precisamente el trabajo de las meretrices. En el medio hay una luz para abrir ese debate que en esta ciudad está pendiente. Avanza en el Congreso nacional un proyecto de ley que presentó la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar) y que prevé la ley de trabajo sexual autónomo, que otorga derechos y obligaciones a las prostitutas como tiene cualquier trabajador del país. En ese ámbito tal vez las escuchen.

 

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