El acta relata la audiencia en el intrincado, incomprensible y capcioso lenguaje forense. Y termina al tono. Así: “Se deja constancia que Su Señoría no ha presidido esta audiencia en virtud de lo informado por su secretario privado con relación a la vestimenta del letrado de la actora”, dice el párrafo final del acta, agregada a un expediente civil que tramita en los tribunales de esta ciudad. “El letrado de la actora” (es decir el abogado del reclamante en un juicio civil) que motivó la reacción del juez Carlos Guillermo Frontera es el firmante de esta nota. Mi vestimenta era un pantalón de vestir azul y una camisa de sport al tono. No soy un dandy, claro está, pero juro que estaba presentable, recién bañado (eran las 10 de la mañana), hasta peinado, y que aun la más severa de mis tías (las idishe tías son la única especie más severa que las idishe mames) me hubiera permitido entrar a su casa.
El juez fue más severo –o más discriminador– y consideró que este cronista, que es también un abogado próximo a cumplir 28 años de profesión, sin causas pendientes, sanciones penales ni siquiera apercibimientos era indigno de ser atendido por él si no lucía saco y corbata. Huelga decir que no existe disposición legal alguna que imponga tal vestimenta a los abogados. Y vale la pena recordar que en Buenos Aires la temperatura ambiente a las 10 de la mañana supera los veinticinco grados, aunque en los pasillos de Tribunales suele haber más. Claro que, para equilibrar el derroche de calor, suele haber escasez o ausencia total de bancos, sillas y baños para la gente que espera ser atendida por los magistrados. Hecho sobre el cual éstos no suelen dejar reclamos por escrito.
La situación (precedida de una inspección ocular que me propinó el secretario privado de Su Señoría) detonó 45 minutos después de la hora fijada para la audiencia. Eramos tres personas citadas, las tres fuimos hiperpuntuales, y nos hicieron amansar tres cuartos de hora, sin suscitar ningún comentario de Su Señoría. Ni constancia en el acta. Sería un desperdicio de energía y de papel porque se repite día a día en todos los juicios.
El episodio es chocante pero para nada sorprendente, si se tiene en cuenta la ideología de buena parte de los jueces argentinos. A ver si me explico. Es intrínsecamente reaccionario y castrense pensar que llevar un uniforme dignifica a las personas. Pero lo es aún más pensar que sólo las personas que llevan ese uniforme son respetables o aptas para reclamar los servicios públicos del Estado. Tal proclividad ideológica no es nueva: hubo una época en la Argentina en la que el Estado, que también se dedicaba a otras lindezas, prescribía con severidad el largo de pelo, el tipo de ropa, etcétera de los ciudadanos y sancionaba con variado rigor sus transgresiones. Por entonces no había Parlamento, el Poder Ejecutivo estaba en manos de una camarilla cívico militar mientras que el Poder Judicial produjo algunas purgas pero siguió funcionando casi sin cambios. Por cierto, a nadie se le ocurría por entonces plantear un hábeas corpus ni peticionar sin corbata.
Hablé de ideología y me acomete un temblor. ¿No es que hubo un desmoronamiento en Berlín, que las ideologías no existen más? Y sin embargo cuán parecido a una ideología (una visión coherente e integral del mundo, que lo explica racionalmente y se articula con intereses concretos) es el credo de tantos jueces argentinos, admiradores de los uniformes, discriminadores, antediluvianos, antidivorcistas, desdeñosos del tiempo, la comodidad, la salud de los desdichados que litigan en sus juzgados. Cuán ideológico es el poder que construye permanentemente su propiasuperioridad, sea usando un lenguaje abstruso e incomprensible para los profanos, sea obligándolos a amansadoras o a tratos “de inferior a superior”. Imponiéndoles la jerga, la ropa, falsos protocolos (¿por qué a un funcionario de la democracia se lo denomina con el mote de “Su Señoría”?).
Está de moda criticar a “la Justicia” designando con ese nombre egregio al Poder Judicial que es por esencia, bastante menos, apenas un poder del Estado, que funciona casi sin intervención popular. Los jueces no se votan y no se rotan. Duran en sus cargos de por vida, salvo que cometan faltas graves. Es intrínsecamente un poder conservador y elitista.
Es habitual cargar las tintas sobre un conjunto de jueces federales, que Domingo Cavallo identificó para siempre como “los de la servilleta”. Se los tilda de oportunistas, aventureros, poco serios y totalmente ligados al poder político. Tales críticas suelen ser justas pero incompletas. Porque el Poder Judicial argentino, amén de eso, anida una aún numerosa casta conservadora y autoritaria que existió mucho antes de la servilleta y que existirá cuando ésta, Cavallo y Corach sean sólo recuerdos. Hombres de ley, de convicciones arraigadas, de saco y de corbata.

 

http://www.pagina12.com.ar/1998/98-12/98-12-24/contrata.htm