En 1968 Andy Warhol lanzó su famosa frase: “en el futuro todos tendrán sus 15 minutos de fama”. De este modo, daba cuenta de las modificaciones del entorno mediático y, más profundamente, de los cambios en las relaciones entre lo público y lo privado. El límite trazado tajantemente por autores del siglo XIX comoConstant comienza a hacerse difuso y a medida que la sociedad de la información crece, se hace indispensable la pregunta: ¿cuánto de nuestra vida privada debe ser conocido por el gran público? Programas de chimentos aparte, esta compleja pregunta se traduce en términos jurídicos en la determinación del régimen jurídico aplicable a uno y otro ámbito -público o privado-. Esto está en el centro, por ejemplo, de la Doctrina de la Real Malicia, que flexibiliza la responsabilidad de los medios frente a posibles daños al honor cuando el damnificado es una persona pública o un particular involucrado en asuntos públicos. Nuestra Corte Suprema se enfrentó a estas cuestiones (“Melo c/ Majul s/daños y perjuicios”) respecto de Melo, ex-socio de Ramos en la fundación del diario Ambito Financiero, de quien Luis Majul afirmó en su libro Los nuevos ricos de la Argentina que se había suicidado. Resulta que ello no era verdad y la mujer e hijos de Melo accionaron contra el periodista por una reparación.

Advertencia inicial

La cuestión planteada en esta sentencia es compleja, ya que presenta varias cuestiones para el análisis que adquieren diferente relevancia y modos de encararlo en las distintas opiniones. Si hiciéramos un partido de 8 (los 7 miembros del Tribunal y el Procurador General), la contienda habría salido empatada. Pero no todos los votos valen igual y Fayt, Petracchi y Argibay (en un voto) y Highton (por el propio) opinaron que Majul debía ser exonerado de responsabilidad. Righi, por unas razones y Lorenzetti, Zaffaroni y Maqueda, por otras, sostuvieron lo contrario. En medio de estas cuatro opiniones, hay un cúmulo de preguntas, muchas de las cuales no son respondidas por el tribunal.

Preguntas sin respuesta

Los hechos son relativamente simples: Majul analiza la figura de Julio Ramos, fundador de Ambito Financiero y su relación con Leopoldo Felipe Melo, uno de los accionistas originarios del periódico. Afirma el libro:

“(…) El cuarto fue Posse Melo. Posse entró en un cuadro depresivo al tiempo de haber sido convencido por Ramos de que lo mejor era venderle su parte a un precio módico. Más adelante se suicidó (…)”.

Los familiares de Melo afirman que no es verdad, que murió de una dolorosa enfermedad (que resultó ser “una cirrosis hepática”) unos diez años después del hecho relatado por Majul. La causa de la muerte surge de una medida para mejor proveer ordenada por el juez de primera instancia, que hizo lugar a la demanda al igual que la Cámara Civil. Se plantearon así tres cuestiones que la Corte Suprema descarta tratar (les aplica el 280): a) el plazo de prescripción de la acción de daños y perjuicios -2 años-, ya que los fallos consideraron el plazo inicial como aquél en que los actores tomaron conocimiento del hecho -puesta a la venta en librerías- y no el de la confección de la misma -fecha de impresión-; b) el de si la medida de mejor proveer había sido correctamente dispuesta y si afectaba o no la igualdad procesal de las partes; y c) la legitimación de los actores o si pueden los derechos al honor y reputación ser interpuestos por otras personas distintas que el propio damnificado.

Respecto de la primera cuestión, es poco lo que se puede agregar y resulta claramente una cuestión de derecho común. La cuestión es bien distinta en los dos casos siguientes (mejor proveer y legitimación): en el primero, porque lo que  se pone en cuestión es la función del juez en este proceso y si uno de los fines del mismo es la búsqueda de la verdad o no . ¿Debe suplir la actividad de las partes? ¿Al hacerlo influye en la igualdad de las partes o en la intimidad de alguna de ellas? Por ejemplo, como señalamos más arriba, a raíz de la medida judicial ahora sabemos que Melo murió de cirrosis y que era alcohólico. La demandada (Majul) aduce que el juez suplantó a la parte en la producción de una prueba esencial y que ello le impidió hacer otro tipo de alegaciones subsiguientes (ver. en este sentido, el dictamen del Procurador General). En síntesis, al no plantearse la pregunta sobre la medida de mejor proveer, la Corte se abstiene de analizar el papel que el proceso judicial tiene respecto de la falsedad de la información producida y el daño al honor. En efecto, una de las posibilidades que el juez de primera instancia parece haber tenido en cuenta al dictar la medida para mejor proveer es la de buscar la verdad material, que se da en sede judicial, frente a la falsedad de la publicación. Así, podría llegar a entenderse que la dilucidación de esa verdad supone, en alguna medida, un acto reparador per se. ¿Es esto así? ¿Es el proceso judicial una vía reparatoria simbólica? La respuesta a estas preguntas exceden el marco de este comentario, pero que bueno hubiera sido que la Corte profundizara en estas cuestiones.

La tercera cuestión que no se deja formar parte del recurso presenta complejidades semejantes. En efecto, la Corte Suprema no entiende respecto de la legitimidad de los hijos y la mujer de Melo para interponer la acción, a pesar de la letra del artículo 1078 del Código Civil (“… La acción por indemnización del daño moral sólo competirá al damnificado directo…”). Pero se enfrenta al problema cuando debe calificar la índole de los derechos en juego. Así, el voto de mayoría y la disidencia (que coinciden en los primeros diez considerandos) consideran que:

“Que debe precisarse, pues, si alguno de los estándares constitucionales fijados por este Tribunal resulta aplicable para resolver la cuestión sometida a su conocimiento, concretamente, el perjuicio en el ámbito de las relaciones privadas y de los sentimientos, alegado por los actores, frente a la libertad de prensa. Si bien, como se ve, no se trata aquí estrictamente de una lesión al honor o a la reputación, nada obsta a que se utilicen los estándares que esta Corte ha diseñado para examinar dichos tópicos, sobretodo porque este caso tiene con ellos un punto en común como es el origen del daño: la propalación de la noticia falsa.” (cons. 10)

La formulación de estos votos (Highton, en cambio, afirma que los bienes protegidos son el honor y la reputación) nos abre la pregunta: ¿ante qué bienes constitucionales nos encontramos? ¿Dónde se halla la fuente de su protección? ¿Son los derechos de los familiares a su propia reputación y honor en tanto y en cuanto las conductas atribuidas a Melo la pudieran dañar? ¿O hay, por el contrario, un derecho a la preservación de la “buena” memoria que los familiares ejercerían “en representación” de Melo? Estas son algunas de las preguntas que el tratamiento del caso plantea y que la Corte resuelve sin involucrarse, dejando en claro que lo que a ella le interesa es la libertad de expresión -un derecho que considera de primera categoría- y muchísimo menos la honra y reputación -al parecer, una clase accesoria de derechos en el entramado constitucional-. La dilucidación de la naturaleza de estas cuestiones es, tal como aventuramos aquí, una tarea pendiente en la jurisprudencia del Tribunal.

Preguntas con respuesta

Hasta aquí hemos estado en el terreno de lo contrafáctico, formulando preguntas que nos hubiera gustado que el Tribunal se hiciera (y para las que considerábamos que los problemas a analizar permitían plantear). Pero la realidad es que el fallo eligió no complicarse e ir por camino seguro. ¿Qué significa esto? En nuestra opinión, quiere decir hacer algo que sostenemos que la Corte viene haciendo desde hace un tiempo en materia de libertad de expresión y honor: consolidar y aplicar una regla (o dos) en lugar de complejizarlas y desarrollarlas.  Así, la caja de herramientas que la Corte Suprema tiene para estos casos contiene dos instrumentos: la doctrina Campillay y la de la Real Malicia. El Tribunal suele aplicar una u otra según las características del caso (aunque en éste utiliza las dos, en una forma de doble control: me fijo si Campillay exonera a la prensa y si no, pruebo con la Real Malicia). Lo que me interesa destacar aquí es que esa aplicación se produce de forma mecánica, como si esas doctrinas fueran algo consolidado que no es dable replantearse. El juez se transforma así, al estilo Montesquiano, en la boca que pronuncia las palabras de esas doctrinas, no en alguien que resuelve controversias concretas, que ameritan su discusión y profundización. Ojo, no hablamos aquí de las posibles falencias de las mismas (sí lo hicimos aquí y aquí) sino de tomar el corazón de la doctrina y aplicarlo al caso y no quedarse con una formulación ritual del mismo.

A nuestro entender, eso es lo que hace el voto de la mayoría, al abundar en expresiones dogmáticas, sin un razonamiento o argumentación que sustente la afirmación que realizan. Por ejemplo, ¿cuál es el ámbito de aplicación de Campillay y cuál el de la DRM? Como sabemos, la primera es una creación jurisprudencial de nuestra Corte, mientras que la segunda es una importación “llave en mano” de la doctrina de la Corte Suprema de EE.UU., iniciada en New York Times vs Sullivan (1964). Una comienza como una doctrina más bien estricta respecto de los deberes del diario (en Campillay, recordemos, se condenó al Diario La Razón) y la otra tiene un sesgo claramente protectorio de la libertad de expresión y sus medios. ¿Son ambas doctrinas compatibles? ¿Complementarias o alternativas? La Corte no responde directamente estas preguntas, pero parece inclinarse por un estrategia de doble control sucesivo:

“… cabe examinar, en primer lugar, si se encuentran cumplidos los recaudos del estándar fijado en dicha doctrina (n. del r.: Campillay). En el caso de no hallarse cumplidos tales recaudos, deberá examinarse si se hallan reunidos los presupuestos que ha exigido este Tribunal para la aplicación de la doctrina de la real malicia.”

En este punto, dos son las grandes preguntas que el caso expresamente plantea: si el hecho de que la información fuera transmitida a través de un libro (en lugar de un medio de prensa) hacía diferencias respecto del estándar de diligencia que debe aplicarse al autor, y si Melo era una persona pública o asimilable a tal y, por lo tanto, si su caso entraba dentro de la Doctrina de la Real Malicia (recordemos, en este sentido, que conforme recuerda Patitó la misma se aplica a  “funcionarios públicos, figuras públicas o particulares que hubieran intervenido en cuestiones de esa índole”). Fijémonos en la respuesta que da la mayoría a la primera pregunta, ante la afirmación de la Cámara de que la DRM debe ser aplicada a los medios de comunicación tradicionales (prensa, radio, TV) pero no a los libros:

“Que tal interpretación no condice con la amplitud de la teoría receptada por este Tribunal, que al aludir a “real malicia” se refiere a datos no veraces propalados por la prensa escrita, oral o televisa, sin establecer salvedad alguna (ver fallos “Wolston v. Reader´s Digest Association” (443 U.S. 157) y “Morales Solá”, Fallos: 319:2741, donde la declaración ofensiva fue efectuada en libros)” (cons. 16)

Es decir que la razón que esgrime la Corte es que en la formulación tradicional no se hizo esa distinción. ¿Por qué no hacerla ahora? No hay ninguna razón de fondo, más que la referencia ritual al precedente (Highton lo intenta, al menos, en el cons. 18). La Cámara Civil había marcado una diferencia, no por capricho sino por entender que en los libros “el autor cuenta con tiempo y elementos suficientes para meditar y revisar lo que escribe”. Es decir, habría un acrecentamiento de su deber de diligencia basado en la diferencia temporal entre el acaecimiento del hecho, el tiempo para procesarlo y el plazo de publicación. Este es el argumento que resulta central para que el Procurador General proponga el rechazo del recurso extraordinario:

“… en este caso la información cuestionada no revestía, al momento de la publicación, interés público urgente y, en consecuencia, ello generaba la obligación de emplear mayor diligencia al momento de verificar su correspondencia con la realidad. En efecto, el episodio relatado consistía, básicamente, en un negocio entre partes privadas, que no resultó ser conveniente para el vendedor, lo cual habría motivado el suicidio de éste tras un proceso depresivo, y ello aproximadamente diez años después de ocurrido el negocio (aunque ello no fue informado en la publicación, que sólo relató la relación temporal entre los hechos y el suicido con la expresión “tiempo después se suicidó”). A su vez, la publicación del libro tuvo lugar cinco años después de la muerte de Melo, es decir, alrededor de quince años más tarde del suceso que constituía el núcleo del relato cuestionado.
Es decir, en estos supuestos, por no tratarse de información cuya publicación inmediata -luego de obtenida- pudiera ser calificada como esencial para la vida política, social o institucional, la diligencia requerida -para cumplir al menos con el estándar de prudencia de no haberse comportado de manera temerariamente desconsiderada- resulta ser bien diferente a la requerida en los casos habituales de real malicia. En efecto, el fundamento del deber de tolerar lesiones al honor provocadas por afirmaciones de hecho falsas se vincula con una serie de factores. Uno de ellos radica en la preferencia de arriesgar que salgan a la luz informaciones cuya certeza absoluta no puede ser alcanzada al momento de la publicación, en tanto el beneficio que la sociedad obtendría (perspectiva prospectiva) en caso de ser cierta la información supera el valor del perjuicio producido.
Por este motivo, en los casos como el tratado aquí, en los que evidentemente la índole esencialmente privada de la cuestión, combinada con el escaso beneficio que -dado el tiempo que ya había transcurrido- cabría esperar de que la publicación no se demorara más, hace aumentar la exigencia, el estándar de diligencia debida que demuestre que el medio periodístico cumplió con el requisito de no haber actuado de manera “temerariamente desconsiderada”.

El razonamiento de Righi considera que las explicaciones que da la Cámara son incompletas, pero que su intuición es correcta.Para  resolver el caso, por consiguiente, no cree necesario descartar la aplicación de la DRM (como hizo la Cámara) sino afinarla y complejizarla, ir a su corazón. Ese es el punto valioso del dictamen que, como vimos, el voto mayoritario descarta con una mera frase autoritativa. De diálogo jurisprudencial, poco y nada. ¿O será, quizás, que en los cuatro años que pasaron entre el dictamen del Procurador y la sentencia de la Corte Suprema aquél fue quedando en el olvido?

La segunda cuestión que el fallo sí responde es el del status de Melo. Como ya señalamos, la DRM exige que la persona damnificada sea un funcionario público o una figura pública o un particular que interviniera en una cuestión pública. Esta es la cuestión que el voto de Fayt, Petracchi y Argibay consideran esencial. Su estrategia no es sostener  explícitamente que Melo era una persona pública o asimilable a tal sino que, tras recordar las líneas que estructuran ese análisis, sostienen que la Cámara debió tenerlas en cuenta para fallar (cons. 15). El voto evita así pronunciarse sobre esta cuestión y, simplemente, recuerda los parámetros que la Cámara debió usar para hacerlo. A pesar de estos circunloquios y teniendo en cuenta que el a quo había afirmado que Melo no era una persona pública, este voto sólo puede interpretarse en el sentido de que para estos tres jueces sí lo era; aunque no lo digan con todas las letras. Sí lo hace, en cambio,  Highton en el voto por sus propios fundamentos -cons. 17-. Afirma allí que el relato de Majul sobre Melo hace a la constitución de Ambito Financiero, cuestión de interés público o general y la información sobre su muerte es conducente a tales fines.

La disidencia de Lorenzetti, Zaffaroni y Maqueda concentra sus dardos en este punto:

“Que resulta difícil comprender, pues, cuál es la relevancia pública o el interés general que puede presentar el supuesto suicidio de Leopoldo Jorge Melo en la creación y fundación del diario Ámbito Financiero entendido como una de las “empresas y grupos pertenecientes a Julio Ramos”, más allá de que aquél haya sido uno de los socios fundadores del referido diario y que haya vendido su parte accionaria a Ramos, hecho que, por lo demás, ocurrió aproximadamente 10 años antes de su fallecimiento y 15 antes de la publicación del libro del que surge la falsa información”.

No podemos menos que coincidir con este análisis, que discute los nexos de causalidad implícitos en la obra de Majul. El periodista sugiere en el libro una relación entre las negociaciones de Ramos y Melo por el paquete accionario, que habrían llevado a éste último al suicidio. Como ahora sabemos, éste nunca se produjo y, no sólo eso, sino que su muerte sucedió muchísimo después de esos sucesos iniciales. Hay aquí un examen de razonabilidad sobre las razones del autor. Lo que para Highton es relevante porque Majul sostiene que es relevante, o sea algo que se evalúa con deferencia hacia el autor, para estos jueces debe ser sometido a una evaluación minuciosa. Hay aquí una protección del derecho a la intimidad cuya razonabilidad no puede ser dejada en manos del periodismo. El ámbito privado debe ser resguardado de la acción informativa con un criterio de índole restrictiva.

Colofón

Andy Warhol se sonríe desde la foto y nos invita a pensar a pensar en agregarle a su frase “todos tendrán sus 15 mintuos de fama… aunque no necesariamente los quieran”. Eso es lo que parece haberle sucedido a Melo y su familia, que empezó su juicio como suicida y lo terminó como alcohólico y sin reparación moral (o pecuniaria) alguna. Si los fallos suponen un mensaje para la sociedad, el que aquí comentamos no parece ser uno demasiado edificante respecto del deber de diligencia periodística. La conformación de lo que John B. Thompson ha calificado como una “nueva visibilidad” obliga a negociar constantemente los límites entre la libertad de expresión y la intimidad de las personas. Esto supone un diálogo social que esté a tono con los cambios comunicativos y sociales en curso. Algunos de los votos y dictámenes de este fallo lo intentan, otros, lamentablemente, no.

Fuente: http://todosobrelacorte.com/2011/12/20/somos-todos-personas-publicas-preguntas-con-y-sin-respuesta-en-un-fallo-sobre-libertad-de-expresion/