¿Qué decir ante los tan difundidos hechos que tuvieron lugar en la comisaría de Salta?¿Qué decir
sobre la golpiza violenta sufrida por un detenido de la Unidad 11 de Neuquén? ¿Qué decir sobre los
tratos brutales que tienen lugar permanentemente en los centros de detención? Nada. Lo mejor es
no decir nada. No quedan cosas pendientes por decir respecto de la innegable realidad. Las imágenes,
cuando se hacen visibles, hablan por sí solas. La elocuencia de una secuencia casi muda en que un
policía coloca una bolsa en la cabeza de un detenido hasta que éste cae al suelo en medio de
espasmos, o las fotos de una cara y una espalda deformadas por el color, la hinchazón y los cortes de
la piel, no dejan espacio a las palabras.
Por otra parte, hace ya tanto tiempo que venimos repudiando y denunciando la sistemática
aplicación de torturas y malos tratos en las comisarías, cárceles y lugares de encierro, que pareciera
que también en este ámbito, desde el discurso, se ha dicho todo. No quedan argumentos pendientes
por esgrimir: que el encierro coloca al sujeto detenido en absoluta situación de vulnerabilidad; que
esa vulnerabilidad está en manos de agentes estatales con insuficiente preparación para el ejercicio
de una tarea tan sensible como lo es, precisamente, la administración del poder estatal respecto de
los sujetos encerrados bajo su custodia; que este desequilibrio de fuerzas debe ser monitoreado a fin
de reducir al máximo – cualitativa y cuantitativamente – las ocasiones y situaciones de abuso de ese
exceso de poder y fuerza; que quienes se encuentran así detenidos son seres humanos
independientemente de lo que hayan hecho o de lo que se les acusa de haber hecho, y que por ser
seres humanos deben respetarse sus derechos, propios de cada uno de nosotros, todos nosotros, los
encerrados y los no encerrados, los seres humanos… Todo esto lo hemos dicho hasta el hartazgo. No
puede agregarse mucho más.
Nada por decir, entonces. Y sin embargo, todo por hacer.
Las personas privadas de la libertad se encuentran a disposición del Estado y sus agentes, y es éste,
mediante sus distintos órganos y agentes, quien tiene aún mucho por hacer. Los legisladores
nacionales y provinciales aún deben sancionar las leyes – a las que la Argentina está
internacionalmente obligada por la ratificación del Protocolo Facultativo de la Convención contra la
Tortura – que dispongan la implementación de los mecanismos de prevención de tortura y malos
tratos en los lugares de encierro. Los jueces deben reducir el número de órdenes de detención,
prisión preventiva y condenas a pena de prisión de efectivo cumplimiento – reduciendo de esta
manera el número de personas sujetas a esa situación de vulnerabilidad mencionada –, y deben aún
asumir la responsabilidad que les compete en cuanto a que se respeten los derechos de las personas
que por sus órdenes y a sus órdenes se encuentran privadas de la libertad. Los gobiernos nacional y
provinciales mediante sus respectivos ministerios aún deben realizar reformas estructurales en los
programas de formación de los agentes estatales que tendrán a cargo a las personas privadas de su
libertad, así como debe reducir la opacidad funcional de los centros de detención. Por último, por ser
el sector más importante y más involucrado en las prácticas de tortura: los propios penitenciarios y
policías. Sería injusto decir que “los” penitenciarios y “los” policías torturan. No lo hacen todos, no lo
hace ni siquiera la mayoría ni una gran parte. Unos pocos lo hacen, pero casi todos lo callan. Los
agentes estatales que trabajan en los lugares de encierro aún tienen pendiente, por lo tanto, una
toma de conciencia, movilización y denuncias responsables en contra de estas prácticas en sus
ámbitos laborales. Esta concientización y movilización, sin duda, se verían fomentadas si los
legisladores cumplieran con su tarea y los agentes supieran que existen mecanismos de prevención
disponibles para canalizar en forma eficiente la denuncia de posibles situaciones de riesgo; si los
gobiernos cumplieran con su tarea y se contara con una mejor formación profesional que les
aportara conocimientos teóricos y prácticos respecto del trato respetuoso de los derechos humanos
así como sobre los mecanismos de denuncia y protección de estos derechos, y si sus lugares de
trabajo fueran respetados como tales y gozaran de más visibilidad funcional; sin lugar a duda, los
agentes se verían también apoyados en su movilización responsable y denuncia respecto de estas
prácticas – de unos pocos – si supieran que cuentan con el respeto y apoyo del juez interviniente en
caso de denuncia.
Si todo lo que está por hacerse comenzara a hacerse, volveríamos a tener algo para decir,
positivamente, informando sobre el creciente respeto de los derechos humanos en los lugares de
encierro, compartiendo con todos – legisladores, jueces, gobernantes, agentes penitenciarios y
policiales – la satisfacción que brinda la tarea bien cumplida.
María Laura Böhm (CEPOC)
20 de julio de 2012