El jueves, en la ciudad de Rawson, la sede del Poder Ejecutivo de Chubut parecía poseída por un espíritu malsano. Por la mañana, el gobernador Martín Buzzi hizo su entrada a la Sala de Situación con cierto retraso. Allí lo esperaba el vicegobernador Gustavo Mac Karthy, secundado por un puñado de intendentes y funcionarios de segunda línea. Debían discutir sobre el mejoramiento de la red cloacal en algunos municipios. Pero el mandatario lucía disperso, como ausente.
Poco antes, en la soledad de su despacho, había oído por televisión partes de una carta pública difundida por la ministra de Seguridad de la Nación, Nilda Garré, en Facebook. Casi al final de la misiva, señalaba: “Los funcionarios estamos obligados a una reflexión sobre el comportamiento corporativo de las fuerzas de seguridad en cualquier jurisdicción”. Se refería al asesinato de un testigo protegido por la Justicia en una causa penal contra nueve efectivos de la comisaría 2ª de Trelew.
A Buzzi –según reveló a Miradas al Sur una fuente cercana a su entorno– le preocupaba de sobremanera que el impacto del hecho haya alcanzado una dimensión nacional. Quizás también fuera conciente de cómo lo sucedido podría afectar su gestión. Es que este crimen dejó al desnudo su escasa prédica sobre la policía de la provincia. Una fuerza que, en el último lustro, recibió 1.899 denuncias por abusos de toda índole, incluyendo el ejercicio sistemático del gatillo fácil. De dicha estadística, unos 400 episodios de violencia policial ocurrieron en la ciudad de Trelew. Ahora, el asesinato en cuestión poseía una gravedad institucional inaudita, ya que encarnaba un modelo de terror sobre otros testigos.
Al respecto, el ministro de Gobierno y Justicia, Javier Touriñán, únicamente atinó a decir: “La policía no tiene nada que ver con este hecho”.
En tanto, al salir del cónclave en la Sala de Situación, el gobernador Buzzi afirmó: “La vida de la gente es el requerimiento primario del Estado”.
Al parecer, sólo se refería a la red cloacal.

Celo policial. El subsecretario de Seguridad de Chubut, Daniel Carmona, forzó en aquella ocasión un tono de profundo pesar. A modo de respuesta, el jefe de la policía provincial, comisario Néstor Siri, le clavó los ojos, sin mover un sólo músculo del rostro. Así, con esa expresión inquietante, asimiló la orden –impartida por el propio Buzzi– de pasar a disponibilidad al titular de la comisaría 2ª de Trelew, Juan Carlos Contreras. Corrían las últimas horas del 19 de enero.
En la mañana de ese jueves, Contreras había cumplido con exagerado celo la directiva de desalojara un puñado de camioneros que se manifestaba frente a la empresa Camuzzi Gas del Sur. El saldo de la vehemencia policial cosechó 13 heridos, cinco de ellos con balas de goma. Lo cierto es que al comisario no le habían pedido tanto.
Ahora se sabe que su intencionalidad tenía una meta precisa: amortiguar con la repercusión de semejante faena represiva el efecto en la opinión pública que podría cobrar la denuncia ante la Justicia de un delito aberrante, cometido poco antes en un calabozo de la comisaría a su cargo.
El asunto tuvo un origen casual.
Durante la noche del 17 de enero, hubo un altercado callejero en el barrio Presidente Perón entre los ocupantes de una camioneta y una pareja, formada por Ivana Mansilla y Fernando A., de 16 años. El clímax del incidente fue un piedrazo arrojado por él, antes de que el vehículo se replegara. Fue entonces cuando un patrullero clavó los frenos. Fernando puso los pies en polvorosa; lo hizo en dirección a su casa, con la jauría policial pisándole los talones. A esa breve persecución se sumó otro patrullero. El chico fue reducido a puñetazos y patadas en el patio, ante la atónita mirada de sus padres. Luego, ya esposado, se lo llevaron a la 2ª, situada a tres cuadras de allí.
En uno de sus calabozos estaba Bruno Rodríguez Monsalve, de 24 años. Se lo había acusado de un robo, pero el reconocimiento fue negativo, por lo que iría a recuperar la libertad en las próximas horas. En tanto, mataba el tiempo con el oído atento en una radio que sonaba a lo lejos. Hasta que, de pronto, ese eco fue aplastado por otra resonancia: el inequívoco golpe seco de las rejas al cerrarse, mezclado con insultos, amenazas y un grito –un sólo grito– de dolor. Por último, risas y un gemido atroz. En ese instante, Bruno saltó del camastro de cemento hacia la mirilla.
Esa madrugada, el adolescente Fernando A. fue vejado, violado y empalado con una cachiporra por un grupo de uniformados.
Al despuntar el alba, la víctima, empapada en sudor, sangrante y en estado de shock, fue entregada a su madre.
En esas circunstancias, uno de los partícipes del hecho, el suboficial Carlos Treuquil, palideció al reconocer a esa mujer; se trataba de una feligresa con la que él solía hablar de Dios en la iglesia evangélica del barrio a la que ambos concurrían.
La denuncia fue radicada ese mismo miércoles.
Horas después, fue detenido Treuquil junto a otros cuatro policías: Carlos Pato, Héctor Bevacqua, Adolfo Carballo y Aníbal Muñoz. Éste es el presunto autor del empalamiento. También serían imputados los suboficiales Sebastián Rodríguez, Héctor Santibáñez, Sergio Castillo y Hugo Ortiz.
La causa caratulada por las fiscales Mirtha Moreno y María Tolomei como “abuso sexual ultrajante con vejaciones y apremios ilegales, agravado por ser cometido por personal policial en funciones” –y con penas de entre ocho y 25 años de prisión–, tuvo un testigo de lujo: Rodríguez Monsalve.
El 20 de enero, el jefe de la Policía de Chubut fue nuevamente citado en la Subsecretaría de Seguridad. En aquella oportunidad, el funcionario Carmona, siempre con su tono de profundo pesar, le comunicó su desplazamiento.
Al comisario Siri, otra vez no se le movió un sólo músculo del rostro.

Los socios del silencio. Rengo y lastimado. Así, unos días después, irrumpió Rodríguez Monsalve en la oficina del defensor oficial Sergio Rey. Entonces soltó: “Me quieren matar. La cana me tiró una moto encima. Me van a matar”.
El doctor Rey estaba al tanto de su testimonio en la causa contra los policías de la 2ª puesto que él patrocinaba a la víctima. Pero también conocía a Bruno; lo había defendido en una causa por robo. De hecho, el muchacho gozaba del beneficio de la libertad condicional. Ahora estaba en peligro. Por ello, Rey se reunió con las fiscales y les advirtió sobre la necesidad de protegerlo ante otra represalia. Todos acordaron que lo mejor era hacer “un anticipo jurisdiccional de pruebas”, o sea, una declaración filmada que oficiaría de garantía en el futuro si algo le ocurriese al testigo. Éste puso dos condiciones: no verles las caras a los policías durante el trámite y que lo “saquen” de la provincia. Tales prerrogativas le fueron concedidas. Y un nuevo testimonio suyo quedó en una caja fuerte del juzgado. Luego –según lo acordado–, desapareció de Trelew.
Lo acordado, lejos de suponer su inclusión en un programa de protección a testigos, se plasmaría de manera artesanal, tras desesperadas gestiones de Rey y las fiscales con el secretario de Derechos Humanos de la provincia, Adrián López. Tanto es así que, después de recibir un subsidio de cinco mil pesos, Bruno partió en el mayor de los sigilos a bordo de un vehículo de la Secretaría hacia Puerto Deseado, en Santa Cruz. Allí tenía una hermana. A partir de entonces, su destino se aquietó.
En tanto, a cinco de los acusados se les aplicó la prisión preventiva.
Fernando A., por su parte, también atravesaría los rigores del exilio. A días del hecho, abandonó con su madre la provincia. Su actual lugar de residencia es un secreto guardado bajo siete llaves. Sí, en cambio, se sabe que la agresión sufrida lo marcó con un cuadro depresivo no menor. Ya poco queda de aquel pibe que supo alternar el trabajo en un maxikiosco con la práctica del boxeo amateur y que, incluso, había ganado una medalla de oro en los torneos Evita. Tras ese fatídico miércoles que quizás nunca logre borrar de su memoria, tuvo un intento de suicidio. Pero su novia le cortó la soga que tenía para ahorcarse. Ahora, en algún lugar de la Argentina, está a salvo del peligro.
Eso mismo creía el abogado Rey de Rodríguez Monsalve.
Hasta que lo vio entrar a su despacho. Entonces, enarcó las cejas. Y dijo:
–¿Qué hacés acá, Bruno? Te van a matar.
–Tengo que tramitar un DNI –fue la respuesta.
El tipo argumentó que la plata ya se le había acabado. Y que necesitaba ese documento para conseguir trabajo. Tampoco ocultó su ansiedad por ver a una sobrinita que estaba gravemente enferma. Finalmente, prometió:
–Hago el DNI, y me rajo.
Ya se sabe que no llegó a hacerlo.
Durante la madrugada del 26 de marzo, alguien le asestó tres puñaladas en una esquina del barrio Presidente Perón. Desangrándose, se arrastró hasta la casa de su madre. Allí exhaló su último suspiro.
Los camaradas de los policías que él denunció ahora investigan su muerte. Vueltas de la vida.

Fuente: http://sur.infonews.com/notas/el-testigo-que-volvio-para-morir