En diciembre de 2006, pocos días después de haber asumido como presidente, Felipe Calderón anunció una “batalla” contra el crimen organizado a partir de la por entonces escalofriante cifra de 500 asesinados en un año en el estado de Michoacán. La batalla consistió en enviar policías federales para evitar la entrada o salida de droga por las costas, así como eliminar plantíos y puntos de venta.

Desde entonces, hasta hoy, no sólo no se ha eliminado la violencia en Michoacán sino que, según el diario La Jornada , en lo que va del sexenio presidencial han muerto casi 52 mil personas por rivalidad entre carteles o por enfrentamientos entre autoridades y delincuentes. O por “daños colaterales”, como alguna vez llamó Calderón a los asesinatos de civiles inocentes por parte de militares. El año 2011 cerró con 12 mil muertes vinculadas con el crimen organizado, algo así como 33 por día.

El 84 por ciento de las muertes se concentró en 10 estados (provincias). Chihuahua, la más violenta. Pero entre esa decena también están Guerrero, Nuevo León, Sinaloa, Durango, Jalisco, Tamaulipas, Veracruz, Michoacán y el Estado de México.

Desapariciones (“levantones” los llaman), torturas, asesinatos, decapitaciones, fosas clandestinas, tráfico de personas, secuestros… de todo cabe en el México de hoy, en el país supuestamente gobernado por el obstinado Felipe Calderón, un presidente medio sordo ante el grito social de “no más sangre” y “estamos hasta la madre”.

La estrategia oficial para combatir la delincuencia organizada parece apuntar sólo a militarizar y llevar más policías a cuanto foco de violencia vaya surgiendo. Así, las calles se van poblando de uniformados, de hombres armados que pintan de guerra los paisajes.

Recientemente, en su mensaje de fin de año, Calderón remarcó que su objetivo ha sido “luchar por un México más seguro, más justo y más próspero”. Y enumeró los ejes de su hasta ahora fallida estrategia. El primero, combatir a los criminales (“incluso, ya hemos capturado a la mayoría de los más peligrosos”). El segundo, limpieza y fortalecimiento a las policías y a todas las instituciones encargadas de aplicar la ley (“estamos impulsando a los gobiernos de los estados a que también limpien sus policías” para que “estén al servicio de ciudadanos y no de los delincuentes”). La tercera, la reconstrucción del tejido social, prevenir el delito.

No se alcanza a percibir para nada la reconstrucción social, a pesar de los anuncios. El narco sigue siendo una opción tentadora para gran parte de la población, especialmente la joven, que ve en la venta de droga o en asesinar a sueldo una oportunidad para mantenerse, mantener a sus familias y procurarles un presente con las necesidades básicas satisfechas. Aunque la vida de quienes eligen este camino tenga los días contados, será “buena”.

La “guerra” de Calderón contra el crimen organizado no está dando los frutos esperados. Especialistas en narcotráfico como Edgardo Buscaglia (asesor de la ONU, profesor en universidades como Stanford, Georgetown y la de Buenos Aires) reclaman una y otra vez que se ataque el problema desde su raíz: el lavado de dinero.

No sólo por drogas pelean los grupos criminales, según Buscaglia: hay 22 mercados ilícitos, entre ellos tráfico de personas, migrantes, extorsión, secuestro, piratería, contrabando, fraude electrónico, tráfico de armas, de órganos. “La delincuencia organizada mejicana compite cada vez más ferozmente para capturar el Estado y a través de ella consolidar las rutas de tráfico y distribución”. Hoy, México está fragmentado y “cada grupo criminal se ha adueñado de un pedacito”.

El dinero ilícito hoy sustenta una gran parte de la economía legal en México. Según el experto, el 77 por ciento del producto bruto interno está infiltrado por dinero del delito organizado.

La Federación de Sinaloa, explica Buscaglia, es la más poderosa y la que logró con más éxito penetrar los sistemas político, económico y social (hacen obras donde se necesita y contrata mano de obra local). Eso se tradujo en una expansión: hoy están en 52 países.

La opinión de la politóloga, académica y periodista Denise Dresser también explica la violencia en espiral. La imposición del Ejército en las comunidades, dice, quizá sin un plan previo, ha producido desintegración social, aun en aquellas sociedades regidas por acuerdos informales, puede ser causa de más violencia. “La llegada del Ejército muchas veces trae consigo el desmantelamiento de la policía municipal. Y esa policía –corrupta, infiltrada, cooptada– era la encargada de mantener el orden a través de acuerdos informales, de pactos extralegales. Su desaparición trae consigo el desmoronamiento de pactos ancestrales, de negociaciones de largo tiempo y de largo alcance”, escribió en la revista Proceso .

Una de las explicaciones de Dresser apunta a la ausencia de Estado, a la falta de dirección, de norte. Sus preguntas son elocuentes: “¿Y si la violencia no es causa de la estrategia gubernamental, sino su efecto? ¿Y si la violencia es usada no sólo por narcotraficantes, sino también por otros grupos armados que recurren a ella para defender lo que creen que es suyo ante el desmoronamiento de la autoridad? ¿Y si la “guerra contra el narcotráfico” fuera el contexto, pero no la explicación?”.

Esboza algunas respuestas: “La presencia del Ejército genera vacíos que cualquier persona con un arma se apresta a llenar; la presencia de la Policía Federal genera la incertidumbre que distintos grupos armados quieren aprovechar. Ya sean comuneros o ejidatarios o rancheros o talamontes o contrabandistas o ambulantes o policías privados o guardaespaldas o sindicalistas o ex policías. El rompimiento del orden local genera la defensa de lo individual. El colapso del entramado institucional conlleva la protección de lo personal, pistola en mano”.

Hoy, la consigna parece ser “todos contra todos”. O sálvese quien pueda.

Fuente: http://www.lavoz.com.ar/mexico/guerra-fallida