A quienes en razón del multiculturalismo de nuestra región niegan la existencia del concepto de América latina, reduciéndolo a una denominación despectiva atribuida a los franceses, cabe responderles que América latina es mucho más que un concepto: es una realidad unitaria y perfectamente reconocible, como producto complejo de casi todas las atrocidades cometidas por el colonialismo en el planeta.

Desde el siglo XV los europeos ocuparon policialmente nuestro continente con parte de su población marginada, que trajo las infecciones que en pocos años mataron a la mayor parte de los habitantes originarios. A los sobrevivientes los redujeron a servidumbre.

A poco de andar, para reemplazar a la población eliminada, cometieron el atroz crimen de desplazamiento masivo de africanos esclavizados. En lo sucesivo, el mestizaje de colonizadores con originarios y africanos fue objeto de desprecio. Cuando se prohibió el tráfico negrero, algunos asiáticos fueron también esclavizados por el Pacífico.

Desde las últimas décadas del siglo XIX se produjo un masivo desplazamiento de población desde los países europeos atrasados en el proceso de acumulación originaria hacia el sur de nuestra región. Los perseguidos y hambrientos de las dos guerras mundiales llegaron con posterioridad. (…). No hay un hombre cósmico en nuestra Patria Grande, pero hay un ser humano latinoamericano cuya dignidad de persona ha sido negada planetariamente por el colonialismo y que se abre paso lentamente contra éste. (…).

Desde los años setenta del siglo pasado, con la crisis del petróleo, la política colonialista cambió en los propios centros de poder, con inevitables consecuencias periféricas. Se abandonaron las ideas de sociedades incluyentes, de Estado de Bienestar y de economía keynesiana, pasando al fundamentalismo de mercado, o sea, a una ideología que otorga amplia libertad de acción al capital financiero e impone necesarios modelos de sociedades excluyentes. (…).

En esta fase superior del colonialismo no se ocupan territorios policialmente, como en el colonialismo originario, derrotado por los libertadores; tampoco se acude a oligarquías vernáculas que mantengan a la población en servidumbre, como las que los pueblos desplazaron hace un siglo; tampoco se psicotiza a las fuerzas armadas para que ocupen los territorios por cuya soberanía debían velar, porque ya no son confiables y provocan alta resistencia popular. (…).

En la periferia, en esta fase superior del colonialismo, se opera tratando de imponer gobernantes que cuiden los intereses del capital financiero transnacional o procurando destituir a quienes le opongan resistencia o descalificar a los políticos que los denuncian.

Para eso se vale de la opinión pública, convenientemente configurada por los medios masivos de comunicación monopolizados (en particular la televisión, en manos de conglomerados que forman parte del mismo capital transnacionalizado), de los políticos inescrupulosos o tontos útiles, de sus lobbistas (o corruptores especializados), como también de los técnicos políticamente asépticos, esterilizados en los autoclaves de sus think tanks centrales.

Deber ser

Los derechos humanos plasmados en tratados, convenciones y constituciones son un programa, un deber ser que debe llegar a ser, pero que no es o, al menos, no es del todo. Por tal razón, no faltan quienes minimicen su importancia, incurriendo en el error de desconocer su naturaleza. Estos instrumentos normativos no hacen –ni pueden hacer– más que señalar el objetivo que debe alcanzarse en el plano del ser. Su función es claramente heurística.

Quien los desprecia cae en una trampa ideológica: la repetida frase de Marx acerca del derecho, cuando se la toma como una inevitable realidad, sólo deja a los excluidos el camino de la violencia, donde siempre pierden, aunque triunfen. Lo que es verdad es que el actual poder financiero –como todo el hegemónico en todos los tiempos– quiere reducir el derecho a una herramienta de dominación a su servicio. Sin embargo, estos instrumentos son un obstáculo, porque de ellos pueden valerse –y de hecho se valen– los pueblos y los propios disidentes de las clases incluidas para hacer del derecho un instrumento de los excluidos. La lucha en el campo jurídico actual se entabla entre el poder hegemónico, que quiere hacer realidad la frase de Marx e impedir cualquier redistribución de la renta, y quienes pretendemos usar al derecho como herramienta de redistribución de renta.

Pero estos instrumentos no fueron graciosas concesiones ni producto de una maduración reflexiva y racional de pueblos y gobiernos, sino que los impulsó el miedo. Ante las atrocidades de estados asesinos, que cometieron homicidios alevosos masivos, el espanto hizo que se sancionaran estas leyes nacionales e internacionales. La racionalidad que propugnan esos objetivos, digamos la verdad sin avergonzarnos como humanos, no fue impulsada por la razón, sino por el espanto.

Y tampoco los impulsó el miedo ante cualquier homicidio alevoso masivo: no lo produjeron las víctimas armenias, los hereros extinguidos por los alemanes, los haitianos masacrados por Trujillo en la frontera ni los congoleños esclavizados y diezmados por Leopoldo II de Bélgica, sino que fue el pánico provocado en el propio territorio hegemónico el que decidió a los poderosos a señalar el objetivo humano a alcanzar. El colonialismo entró en pánico sólo cuando vio que las víctimas de esas atrocidades eran otros humanos con pareja deficiencia de melanina.

Pero ni siquiera así los nuevos poderes hegemónicos mundiales suscribieron por completo todos esos objetivos y se resisten hasta el día de hoy a hacerlo. A regañadientes definieron mezquinamente el genocidio, cuidando de que su recortada definición no abarcase sus propios genocidios, y firmaron una Declaración Universal que en su origen sólo tuvo el valor de una manifestación de buena voluntad internacional.

Estos objetivos están lejos de alcanzarse en nuestra Patria Grande, donde sigue jugando la pugna entre el modelo de Estado que pretende configurar una sociedad que incluya, frente a otro que quiere solidificar la exclusión. La polarización que vivimos tiene lugar entre un modelo de sociedad incluyente y otro excluyente y, en otro plano, entre independencia y dependencia.

En su fase superior el colonialismo sigue del lado de la dependencia, cuya condición necesaria es la sociedad excluyente, que implica el desconocimiento de la condición de persona del ser humano latinoamericano. (…) No le importó al colonialismo la casi extinción de los originarios, la esclavización de los africanos transportados y de sus descendientes, la marginación de los criollos y mestizos, la reducción a servidumbre de pueblos enteros; no ahorró violencia, vilezas ni genocidios con tal de contener las pulsiones incorporativas; en su haber cuenta nuestra Patria Grande con muchos millones de víctimas de violencia, enfermedad, hambre, miseria y toda clase de carencias elementales. (…). Hasta hoy el ser humano latinoamericano se debate dificultosamente en pos del reconocimiento de su dignidad de persona. Buena parte de la población de nuestra Patria Grande se halla lejos de haber alcanzado ese objetivo. Favelas, pueblos jóvenes, villas miseria o como quiera llamarse a nuestros slums, alojan a millones de personas que no son jurídicamente reconocidas como tales. (…)

No es hoy la acción directa del poder represivo estatal la que comete la mayor parte de los homicidios masivos, pese a su muy considerable grado de letalidad (escuadrones de la muerte, desapariciones forzadas, ejecuciones sin proceso, gatillo fácil, colusión con grupos criminales violentos, torturas), todo lo cual hace que en ocasiones se identifique y confunda la acción estatal con la criminal.

La modalidad del control colonial actual varía en la región según las diferentes circunstancias geopolíticas, pero en toda la Patria Grande tiene como objetivo común el montaje de un violentísimo aparato estatal represivo de control punitivo masivo de la población excluida.

El poder financiero transnacional no se equivoca en sus objetivos:

a) En el centro norteamericano, desde fines de los años setenta del siglo pasado, se abandonó el New Deal y el Welfare State y se montó un aparato represivo monstruoso, que tiene por objeto controlar a su población de negros y latinos y frenar la inmigración del sur que intenta desplazarse impulsada por la necesidad. En esta línea, el Estado norteamericano se ha convertido en el campeón mundial de la prisionización, pasando a la tradicional Rusia. Desde 1989 más de la mitad de su enorme población penal está compuesta por afroamericanos.

b) En Europa, los parientes pobres incorporados a la Unión sufren medidas económicas de ajuste que produjeron el desempleo de la faja etaria menor de veinticinco años. Su aparato represivo crece lentamente, pero aún centrando su atención sobre los inmigrantes, que están sobrerrepresentados en sus poblaciones penales. El Papa ha señalado el riesgo de convertir al Mediterráneo en un cementerio. Esas palabras tienen un sentido profundo: el Mediterráneo es la cuna de la civilización europea, vergonzosamente convertido hoy en la tumba de muchos miles de prófugos del hambre y de la violencia colonialista. Quizá rememora el genocidio de Cartago. Tal vez sea el desierto de Arizona europeo, o quizás el nuevo muro. Aún el aparato represivo europeo no ha desplazado su acción contra los jóvenes desocupados, pero lo hará en cuanto su protesta deje de ser pintoresca y comience a ser disfuncional para el poder financiero.

c) En Sudamérica el poder transnacional procura contener y desbaratar cualquier tendencia hacia una mejor redistribución de la renta, para lo cual le es funcional la alta violencia homicida en nuestras zonas de vivienda precaria, como también la letalidad del accionar policial, que tiene lugar con clara tendencia selectiva clasista y racista. No son extraños a esta funcionalidad los esfuerzos por desbaratar cualquier tentativa más o menos seria de pacificación, como la que se intenta en estos días en Colombia.

d) La situación geopolítica –en particular respecto de la producción y distribución de cocaína– hace que el Cono Sur de Sudamérica (Uruguay, Argentina, Chile) de momento registre niveles relativamente bajos de violencia. No obstante, el poder financiero trata de crear mediáticamente una realidad mucho más violenta que la letalidad registrada, con el mismo objetivo que en el resto de la región: montar un aparato represivo violento y gigante para controlar a sus excluidos. Para eso se vale del monopolio televisivo, de sus comunicadores, personeros, traidores y mercenarios.

Letargo televisivo

Es cada vez más urgente despertar del letargo televisivo. El panorama de letalidad violenta de nuestra región representa un verdadero genocidio por goteo. De los 23 países que en el mundo superan el índice anual de homicidios de 20 por cada 100.000 habitantes, 18 se hallan en América latina y el Caribe y 5 en Africa.

Son varias las investigaciones locales que muestran que esas tasas se concentran en nuestros barrios y asentamientos precarios, como también que los homicidios allí cometidos son los que presentan los porcentajes más altos de no esclarecimiento e impunidad.

Esto corresponde a la modalidad de control de la exclusión propia de esta fase avanzada del colonialismo. Es el efecto que sobre nuestra región tiene la Tercera Guerra Mundial no declarada.

Lejos de cierto pensamiento progresista que teme a métodos de control violento de siglos pasados, la verdad es que nuestros barrios precarios ya no son predominantemente controlados con tanques y policías y menos aún con los cosacos del Zar. Por el contrario, hoy se fomentan las contradicciones entre los propios excluidos y entre éstos y las fajas recién incorporadas. Las cifras disponibles muestran que los criminalizados, los victimizados y los policizados se seleccionan de las mismas capas sociales carenciadas o de las más bajas incorporadas.

El fomento de la conflictividad entre los más pobres potencia una violencia letal que ahorra la mayor parte de la tarea genocida a las agencias estatales, al tiempo que obstaculiza la concientización, la coalición y el protagonismo político coherente y organizado de los excluidos.

La altísima violencia que permite este genocidio por goteo, al igual que la diferencia con el Cono Sur, no podrían explicarse sin la incidencia de la economía creada por la prohibición de la cocaína. La demanda de este tóxico no sólo es rígida, sino que se fomenta mediante una publicidad paradojal, que asocia su uso a la transgresión, siempre atractiva a las capas jóvenes. Ante esta demanda incentivada, la prohibición reduce la oferta y provoca una formidable plusvalía del servicio de distribución, que se controla mediante las agencias que persiguen el tráfico y que, por ende, se convierten en entes reguladores del precio. (…)

El tóxico se produce en nuestra región y en ella queda alrededor del 40 por ciento de la renta total, en tanto que la mayor parte la produce la plusvalía del servicio de distribución interno de los Estados Unidos. La competencia por alcanzar el mercado mayor de consumo, o sea, por la exportación a los Estados Unidos, se produce en América latina, con altísimo nivel de violencia competitiva, que se incentiva con armas importadas desde el país demandante, donde además se retiene el monopolio del servicio de reciclaje del dinero de la totalidad de la renta. (…) La guerra a la droga que, como era previsible, estaba perdida desde el comienzo, se ha convertido en la mayor fuente de letalidad violenta de la región. Ha causado cientos de miles de muertes de jóvenes en pocos años, cuando se hubiesen necesitado siglos para provocar un número cercano por efecto del abuso del tóxico.

La cocaína no mata tanto por sobredosis, sino que lo hace su prohibición por concentración de plomo. Esta política suicida y absurda desde el punto de vista penal y de salud sólo es coherente como instrumento colonialista para corromper a las instituciones policiales, infiltrarse en la política y en algunos países para desprestigiar a las fuerzas armadas y debilitar la defensa nacional. (…)

Ocultar la realidad

En nuestra región, los medios de comunicación masivos, en especial la televisión, se hallan concentrados en grandes monopolios que están inextricablemente vinculados en red con los intereses del poder transnacional. Lógicamente, sus mensajes son perfectamente funcionales al modelo de sociedad excluyente que éstos fomentan. En consecuencia, juegan un papel central en el genocidio por goteo que se está cometiendo en la región.

En los países de alta violencia real, donde el aparato represivo mortífero es funcional a la letalidad entre excluidos, la televisión concentrada cumple la función de ocultarla, disimularla, minimizarla o naturalizarla. Por el contrario, en el Cono Sur, donde es mucho menor la violencia letal, la televisión concentrada crea una realidad violenta que le permita exigir –mediante reiterados mensajes vindicativos– el montaje de ese aparato mortífero. (…)

Los recursos de esta publicidad populachera son ampliamente conocidos, aunque no por ello menos eficaces: la invención de víctimas-héroes, la reiteración de la noticia roja sensacionalista, la exhibición de unas víctimas y el meticuloso ocultamiento de otras, los comunicadores indignados, el desprecio a las más elementales garantías ciudadanas, el reclamo de un retroceso a la premodernidad penal y policial, etcétera. En definitiva, se trata de mostrar a las víctimas como victimarios. (…)

Lo cierto es que la imagen de la violencia que tiene nuestra sociedad es la que proyecta la televisión concentrada, sea ocultando o disfrazando la existente o inventando la que no existe, siempre con el objetivo claro de montar un poder represivo mortífero y brutal. Pero al mismo tiempo también es cierto que es muy poco o casi nada lo que se invierte en investigación de campo acerca de la violencia. Lamentablemente, dado que no es posible prevenir eficazmente lo desconocido, cabe llegar a la penosa conclusión de que, más allá de las declamaciones, no hay poder interesado en prevenir seriamente las lesiones masivas al derecho a la vida en nuestra región.

En Latinoamérica –como en todo el mundo– los políticos quieren ganar votos y elecciones. Por ende, les resulta muy difícil enfrentarse con la televisión monopolizada. El poder financiero transnacional lo sabe y lo explota, pues se trata de una cuestión clave para sus objetivos hegemónicos. Basta verificar cómo en toda nuestra región la televisión concentrada emite una constante publicidad destituyente y descalificante de cualquier movimiento popular que pretenda redistribuir mínimamente la renta. Cualquier caso de corrupción pasa a ser vital, pero oculta cuidadosamente la administración fraudulenta de quienes contraen deudas imposibles de pagar, entregan soberanía sometiendo al país a jurisdicciones extranjeras, llevan a cabo políticas de ajuste que terminan en crisis, desbaratan el potencial industrial o malvenden la propiedad estatal.

Los políticos le temen a la televisión concentrada, y entre los asustados y los inescrupulosos sólo parecen ponerse de acuerdo para sancionar leyes penales disparatadas, que destruyen códigos y legislación razonable, para reemplazarlos por una colección de respuestas a mensajes televisivos que, en buena medida, promueven una antipolítica –por cierto que también funcional al poder transnacional–, dado que cada día es más evidente que responde a una actitud de subestimación de la inteligencia del pueblo.

Incluso los políticos que postulan modelos incluyentes de sociedad no pueden sustraerse del todo al reclamo de un aparato punitivo letal. Les embarga el miedo a la televisión, se sienten amenazados incluso en lo interno de sus propios partidos o movimientos, creen que deben dar muestras de orden y, de este modo, entran en contradicciones inexplicables. (…)

Policías

La función estructuralmente colonialista originaria de nuestras policías, es decir, la de ocupación territorial, se ha mantenido invariable a lo largo de los siglos.

La colonización originaria consistió en la ocupación policial de un territorio extranjero, creando inmensos campos de concentración. Si bien esta modalidad primitiva se dejó de lado en las fases posteriores del colonialismo, el modelo de policía de ocupación territorial se mantiene hasta el presente.

En el siglo XIX copiamos la Constitución de los Estados Unidos (único modelo republicano a la sazón disponible), pero no hicimos lo propio con la policía comunitaria norteamericana y, hasta el presente, nuestras policías conservan sus estructuras de ocupación territorial militarizada. Las oligarquías neocolonialistas les concedieron cierta autonomía y luego cundió la modalidad política de intercambiar con ellas gobernabilidad por concesión de ámbitos de recaudación autónoma.

Ese camino sucio, con un Estado rufián, que no pagaba lo justo a sus policías, pero que los habilitaba a recaudar de lo ilícito, dio algún resultado, hasta que el estallido de la prohibición de cocaína y los otros tráficos ilícitos favorecidos por la revolución comunicacional terminaron por poner en crisis a las instituciones policiales, deteriorar su función y degradar la imagen misma del Estado y el respeto a la legalidad. (…)

El deterioro que en el siglo pasado sufrieron nuestras fuerzas armadas, como consecuencia de la alucinante Doctrina de la Seguridad Nacional, se transfirió a nuestras instituciones policiales, cuando el poder transnacional decidió pasar del Estado de seguridad nacional al de seguridad urbana o ciudadana. Pero no contento con ello, el poder transnacional impulsó a algunos países de la región a que degradasen a sus fuerzas armadas a funciones policiales internas, con las consecuencias lamentables que para éstas y para la defensa nacional hoy verificamos. (…)

Desigualdad

Un dato altamente significativo es que nuestra región presenta simultáneamente los más altos índices de homicidios del mundo, pero también los de más alta desigualdad en la distribución de la renta, medida con el coeficiente de Gini.

Según los datos comparativos de la ONU, los índices de homicidio tienden a guardar una relación inversa con el ingreso per cápita, pero también una marcada relación directa con el coeficiente de Gini, o sea, que la experiencia mundial indica que a menor ingreso per cápita y a peor distribución, corresponden más homicidios.

De este modo resulta que el derecho al desarrollo que, como vimos, desde la perspectiva central es de tercera generación, en el plano de la realidad se conecta íntimamente con el primero de los derechos humanos, que desde la misma perspectiva sería de primera generación. El respeto a la vida depende, por ende, de la inclusión social, de la movilidad vertical, de la distribución mínimamente equitativa de la renta. Con razón los teóricos más modernos de los derechos humanos parecen haber archivado su clasificación en generaciones, para sostener hoy la conglobación de todos ellos. (…) No es la simple pobreza la que se refleja automáticamente en la violencia letal, sino la falta de proyecto, es decir, la frustración existencial que provoca la sociedad excluyente. (…)

Más allá del ocultamiento televisivo de la violencia letal o de su exageración mediática, de la confusión que esto siembra en el público y en las clases políticas, de la constante instigación a la venganza y al montaje de un aparato represivo mortífero, del oportunismo o del amedrentamiento o ignorancia de políticos y jueces, el ser humano latinoamericano sigue batiéndose y abriéndose paso por su derecho a ser considerado y tratado como persona.

El jurista latinoamericano se halla ante el ineludible deber jurídico y ético de repensar teóricamente el derecho en nuestra región, teniendo como objetivo primario una tutela real y eficaz del primero de todos los derechos: el derecho a la vida, lesionado en forma permanente por el genocidio por goteo que provoca la actual fase superior del colonialismo en nuestra Patria Grande.

http://www.pagina12.com.ar/diario/lecturas/33-261538-2014-12-09.html

Si bien abundan las Malinches de ambos géneros, nuestro ser humano latinoamericano no deja de reclamar el reconocimiento de su dignidad de persona, aunque sigue sufriendo en sus pies el dolor de Cuauhtémoc.

* Raúl Zaffaroni es profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.